miércoles, 8 de mayo de 2013

De cómo Fritz Christen ganó su Cruz de Hierro

Bajo este título, es comprensible que la primera pregunta que asalte al lector sea: ¿y quién (con perdón) coño era Fritz Christen? Pues bien; nuestro protagonista de hoy era un sargento de las SS que servía como apuntador de una batería antitanque en el frente oriental. Vale pero, ¿qué hizo para que le condecorasen? Todo a su tiempo...

Estamos en septiembre de 1.941 y en territorio ruso las temperaturas son ya bastante bajas. La operación Barbarroja ha estallado en el verano de ese mismo año provocando que las tropas alemanas entraran en la URSS como un cuchillo caliente en mantequilla pero, a esas alturas de la película, los rusos se habían cansado de huir y habían decidido contraatacar. 
Fritz Christen
El 24 de septiembre, un destacamento de la división Totenkopf (en la que servía Christen) estaba ubicada a las afueras de un bosque cerca de la localidad de Luzhno, a unos 500 kilómetros de Moscú. Las unidades SS tenían intendencia propia y no pasaban los mismos apuros que la soldadesca de la Wehrmacht, así que los hombres bien abrigados de la Totenkopf esperaban pacientemente órdenes con sus baterías apuntadas al frente. La inteligencia alemana esperaba una contraofensiva del ejército rojo, pero no se esperaban ni de lejos lo que pasó en aquel bosque: al rayar el alba de aquel 24 de septiembre, un nutrido grupo de infantería apoyado por carros de combate se abalanzó sobre la posición defendida por la división de Christen. Los rusos volcaron sobre el bosque una lluvia de artillería de todos los calibres para luego cargar con su infantería mientras los alemanes trataban de defenderse disparando a toda prisa sus cañones antitanque. La ofensiva fue tan violenta que todo el destacamento alemán fue borrado del mapa aquel mismo día... bueno, no todo: en medio de aquella alfombra de cadáveres, Fritz Christen seguía cargando obstinadamente su pieza antitanque y disparando contra las posiciones soviéticas. No lo hizo por heroísmo, sino porque con la adrenalina a tope ni siquiera se había dado cuenta de que estaba solo.

Cuando la marea roja se retiró y nuestro protagonista levantó la cabeza, pudo ver el resultado de la ofensiva en todo su esplendor. Supo entonces que todos sus compañeros habían muerto y que lo único que separaba a los rusos del resto de los soldados de la Totenkopf era él mismo. Del mismo modo, había oído lo que los soldados soviéticos le hacían a los prisioneros alemanes (que era lo mismo que los alemanes le hacían a los soviéticos), así que decidió resistir hasta el último aliento manteniendo la posición todo el tiempo posible. Dicho y hecho: con las manos aún doloridas por los innumerables proyectiles cargados en el cañón, cavó una trinchera delante de su posición y se sentó dentro a esperar un nuevo ataque soviético.

Durante tres días, Fritz Christen resistió las embestidas del ejército rojo arrastrándose de un cañón a otro en busca de munición y cambiando de posición frecuentemente para no exponerse en exceso, todo esto mientras se alimentaba únicamente con los pocos suplementos que no habían sido destruidos en el primer ataque.
Cuando el grueso de la Totenkopf llegó al bosque de Luzhno y expulsó de allí a los rusos, los soldados encontraron a Christen demacrado intentando aún cargar su cañón y unirse a la ofensiva de sus compañeros. En el recuento posterior le fueron acreditadas las bajas de casi 100 soldados de infantería y la destrucción o inutilización de 13 carros de combate soviéticos... en tres días... y él solo. 

martes, 30 de abril de 2013

Alejandro contra Darío: La batalla de Issos

El viaje que emprenderemos hoy nos llevará a través de la historia por una de las mayores batallas a las que tuvo que hacer frente Alejando Magno en su incesante búsqueda de la supremacía. Nos situaremos en la Turquía del siglo IV a.C. Alejandro había derrotado ya en el Gránico a los persas, pero aquello no había sido más que una provincia y ahora, Darío veía como aquel advenedizo posaba sus ambiciosos ojos sobre el corazón de su imperio, lo que era de todo punto inadmisible para alguien que, como él, se consideraba un Dios caminando entre hombres. Así las cosas, el rey de los persas reúne una gran leva de soldados y los envía al encuentro de Alejandro respaldados por caballería pesada y ligera. En una maniobra que demuestra el respeto que había empezado a ganarse el macedonio a ojos del persa, Darío no ataca frontalmente a las tropas de Alejandro, sino que da un rodeo y se sitúa a su espalda para cortar sus líneas de suministros y para poder permitirse el lujo de plantear la batalla donde más convenga a sus intereses. Dicho escenario se da en el Golfo de Issos.

Posiciones iniciales
Cuando Alejandro recibe la noticia de que el persa le ha rodeado y espera a su espalda decide dar la vuelta y plantarle cara para liberar sus canales de abastecimiento. El ejército macedonio gira sobre sus talones y se dirige a Issos encontrando allí un frente de batalla formado por 11.000 jinetes, 10.000 hoplitas mercenarios, 10.000 infantes pesados y 69.000 infantes ligeros procedentes de la leva organizada por Darío; en total, 100.000 hombres que les esperan en formación dispuestos a morir bajo las lanzas enemigas. Ante esta abrumadora fuerza, los macedonios despliegan casi 41.000 hombres distribuidos en grupos de 13.000 infantes ligeros, 22.000 soldados de falange y casi 6.000 jinetes entre los que se incluyen los Hetairoi, la temida caballería de élite de Alejandro. Ambas huestes están separadas por el río Pínaro, pero el líder macedonio observa que la disposición de las tropas persas no es todo lo compacta que debería: Alejandro aún no sabe lo que es, pero sabe que hay algo que falla... y explotar los fallos del rival es su especialidad.

Darío abre la partida haciendo el primer movimiento: ordena a sus flancos (formados por caballería) que vadeen el río y permanezcan en la otra orilla esperando el envite de Alejandro. El costado derecho de la formación persa está protegido por destacamentos de caballería ligera que guardan una estrecha franja costera mientras que el derecho aglutina al resto de la caballería ligera y, además, a toda la caballería pesada de Darío. El macedonio acepta el envite y se dispone a atacar, pero un último movimiento de tropas en la formación enemiga le alerta de la celada preparada por los persas; la caballería pesada de Darío abandona poco a poco el flanco izquierdo y se dirige rodeando a la infantería hacia la franja de costa del flanco izquierdo. El rey persa tiene el plan de batalla perfectamente definido: Alejandro morderá el anzuelo y atacará el flanco izquierdo. Para cuando eso suceda, su caballería pesada habrá llegado desde el flanco y cargará contra los macedonios empujándoles hacia el mar mientras la infantería abre una brecha entre el costado de Aleandro y su formación central... el problema es que el macedonio utilizaba habitualmente las maniobras de ruptura y se había dado cuenta inmediatamente de lo que Darío se traía entre manos, de modo que ordena a sus jinetes pesados que cambien de flanco y salgan al encuentro de la caballería persa.
Moviento de ruptura
Esta maniobra permite a los macedonios soportar el empuje persa en su ala izquierda y cargar desde la derecha contra la débil caballería ligera de Darío, que ve desde la retaguardia como su plan de batalla se desmorona. El empuje de los jinetes de Alejandro consigue romper la resistencia persa y ataca desde el flanco la formación de infantería, que se gira para hacer frente al ataque montado dejando su costado expuesto a los infantes macedonios, quienes avanzan vadeando el río y armando una auténtica escabechina mientras Darío se da a la fuga protegido por un puñado de jinetes.

En este momento, la soldadesca persa procedente de una leva forzosa le da la espalda a los soldados de Alejandro y emprende la huida. Las falanges macedonias empiezan a actuar entonces como una picadora de carne: los persas huyen tropezando unos con otros y amontonándose mientras los soldados disciplinados de Alejandro les atraviesan la espalda con sus lanzas. Al final del día, el golfo de Issos contempla los cadáveres de 7.000 macedonios y 20.000 persas que se pudren bajo los pies del Magno mientras este mira al horizonte sabiendo que ha vencido al mayor enemigo que la historia había puesto en su camino.

martes, 16 de abril de 2013

La orilla izquierda del Dniéster

Con el afán de conocer un poco mejor las circunstancias derivadas de la caída de la Unión Soviética, hoy vamos a emprender un viaje hacia Transnitria, una franja de “tierra de nadie” situada entre Moldavia y Ucrania que, pese a haber sido foco de conflicto hace relativamente poco (o quizá precisamente por eso), se ha convertido en uno de esos estados de Europa del este de los que nadie se ocupa y cuyo destino se la trae al pairo a la mayor parte de la comunidad internacional.

Ubicación de Transnitria
Nuestra andadura comienza en la década de 1.980. En esta época, las políticas liberalistas de Mijaíl Gorbachov estaban sembrando la simiente de una Unión Soviética abierta al mundo que la rodeaba mediante una serie de directrices que empezaban a dar sus primeros frutos. El problema es que toda política tiene un contrapunto, y estos fueron los movimientos nacionalistas que, alejados ya del férreo control estalinista, empezaron a cobrar fuerza en las repúblicas satélites.
En la República Socialista Soviética de Moldavia, el renacer nacional tuvo una buenísima acogida en todo el territorio salvo en una pequeña franja de terreno situada en el margen izquierdo del río Dniéster que, por caprichos del destino (o de los movimientos de población ordenados por Stalin, vaya usted a saber), contaba con una aplastante mayoría de población de origen ruso y ucraniano que aplastaba los sentimientos nacionalistas de los pobladores autóctonos. A pesar de esto, el gobierno central decide hacer oídos sordos a las reclamaciones de aquella región y empieza a promulgar leyes que alejan cada vez más al país de la órbita soviética: se instaura el moldavo como lengua oficial, se cambia el himno, se adopta el alfabeto latino en detrimento del cirílico y se elimina el apócope “soviética” del nombre del país, que pasa a llamarse simplemente República de Moldavia.
Esto constituye un insulto para los transnitrios que, el 2 de septiembre de 1.990, cogen el toro por los cuernos y se autoproclaman país independiente bajo el nombre de República Moldava Pridnestroviana. El nuevo país constituía sólo un 10 % del terreno de su antiguo dueño, pero por aquel entonces la economía de Moldavia era básicamente agrícola y las políticas industrializadoras soviéticas habían ido convertiendo durante años a Transnitria en una especie de polígono industrial gigantesco que generaba el 90 % de la energía que necesitaba la República Moldava para abastecerse, por lo que no es de extrañar que la proclama de independencia no le hiciera ninguna gracia al exsatélite soviético, que entró en una guerra extraoficial con Transnitria. ¿Extraoficial? Sí, porque ambos países eran tan recientes que ninguno de ellos contaba con un ejército propio digno de ese nombre, así que eran los policías y civiles de los dos bandos los que se daban cera día sí y día también en las zonas fronterizas mientras los pocos soldados disponibles se zurraban la badana.

Infantería transnitria cruzando hacia Moldavia
Esta guerra encubierta se mantuvo hasta mediados de 1.991, cuando la policía moldava detuvo en Kiev a la plana mayor del gobierno transnitrio. A partir de ese momento la cosa empezó a ponerse realmente seria y ambos bandos empezaron a reunir tropas que llegaron hasta los 30.000 efectivos en el bando moldavo y unos 25.000 en el transnitrio.
Los enfrentamientos se desarrollaron en ambas orillas del río Dniéster y sobre todo en los puentes que lo cruzaban, aunque la mayor parte de la acción tuvo lugar en torno a la ciudad fronteriza de Dubasari. Esta población se encontraba en territorio moldavo, pero contó con representantes de la autoridad transnistria hasta que uno de ellos, Igor Shipcenko, fue asesinado. Según la versión oficial el autor del crímen fue un adolescente... pero un gran número de voluntarios habían acudido a defender la independencia del nuevo país y no iban a contentarse con mirar como los aldeanos se apedreaban, así que acusaron a la policía moldava del asesinato de Shipcenko y un grupo de cosacos venidos del este asaltó la comisaría de Dubasari en medio de la noche. Los 26 policías que formaban la dotación de la ciudad se atrincheraron en el edificio y pidieron ayuda al gobierno central, pero el presidente pensó que rescatar a los policías a golpe de tanque le podía resultar un pelín molesto a los habitantes de la zona y que aquello podía degenerar en una masacre, así que ordenó a los atrincherados que se rindieran al mando transnitrio.
Viendo la posición en la que quedaban sus compañeros, el resto de policías del distrito de Dubasari tomaron cartas en el asunto y se concentraron en el pueblo de Cocieri, donde asaltaron un depósito de armas y se equiparon para echar de allí a los transnitrios a base de plomo, lo que consiguieron asegurando el pueblo y sus aledaños como fieles a la causa moldava.

A todo esto, el 14º ejército ruso también andaba por la zona haciendo de las suyas. El gobierno ruso estaba interesado en que el movimento nacional moldavo fracasase pero aún así su intervención militar en Transnitria puede dividirse en tres fases bien diferenciadas, una por cada general que tuvo el 14º ejército durante aquel periodo. El primero de ellos fue el general Yákolev, que apoyó abiertamente la causa independentista abriendo sus arsenales para armar a los rebeldes. Tanto fue así que el día 3 de diciembre de 1.991 renunció a su cargo como general para hacerse cargo del ministerio de defensa del recién creado país, lo que supuso la llegada del segundo de los generales: Yuri Netkachev.
Aleksandr Lébed
El nuevo general 14º ejército tenía claro que no iba a ser un mero sustituto de Yákolev, así que cambió la forma de actuar del ejército y cerró los arsenales declarando que su tropa debía hacer gala de una posición neutral. Su afán por buscar un acercamiento le impulsó a servir como mediador en las negociaciones entre Tiráspol (capital transnistria) y Chisinau (capital moldava)... pero la cosa se le fue de las manos y aquello acabó con una declaración oficial de guerra por parte de ambos bandos en junio de 1.992, lo que no gustó nada al alto mando ruso, que lo destituyó enviando en su lugar a Aleksandr Lébed.
La etapa del nuevo general al mando del 14º ejército puede resumirse con una frase atribuída precisamente a él mismo: “Le he dicho a los hooligans separatistas de Tiráspol y a los fascistas de Chisinau que o paran de matarse entre ellos, o voy y les disparo a todos con mis tanques”. Dicho y hecho: el 3 de julio de 1.992 a las 3 de la mañana, Lébed cruzó el Dniéster con sus tropas y arrasó a todas las tropas moldavas que había en la ribera dejando clara la posición rusa con respecto al conflicto y dándolo por zanjado de una vez por todas.

A día de hoy Transnitria es un estado sólo reconocido por la República de Abjasia, la República de Osetia del Sur, y la República de Nagorno Karabaj, es decir, que a ONU pasa del tema e incluso la propia Rusia se niega a reconocer la independencia que Lébed consiguió para los transnitrios. La sucesión de enfrentamientos fronterizos que propiciaron aquella secesión importante únicamente para transnitrios y moldavos dejó un balance que oscila en torno a las 9.000 bajas en cada bando.

miércoles, 10 de abril de 2013

Teodorich von Hagen y la revista Ostara: inspiradores de la esvástica como icono nazi


Los orígenes de la esvástica como símbolo de buena suerte se pierden en el amanecer de los tiempos. Algunos autores sostienen que fueron los sánscritos del siglo V a.C. los que idearon este ideograma, pero otros llevan su aparición hasta mucho más allá, concretamente hasta la creación del mundo de la mano del mismísimo dios Visnú. Sea como fuere, la cruz gamada irrumpió en la Europa de mediados del siglo XX como símbolo del horror nacido de la guerra pero… ¿qué llevó a Hitler a escoger precisamente este icono como bandera de su movimiento?

Jörg Lanz
La respuesta la tienen dos personajes que, inconscientemente en un caso y conscientemente en otro,  influyeron de una manera definitiva en la edificación de los cimientos del régimen nacionalsocialista. El primero de ellos es Theodorich von Hagen, fue abad en el monasterio benedictino de Lambach durante las décadas de los 50 y los 60 del siglo XIX. Nada habría tenido que ver este monje con la elección de la esvástica de no haber sido porque ordenó grabar en varios puntos del monasterio el escudo de armas de su familia que, casualmente, tenía una cruz gamada como emblema. La casualidad quiso que, posteriormente, un chico llamado Adolf Hitler estudiara allí y participara en el coro del monasterio dándose de bruces todos los días con aquel símbolo que, según algunas teorías, llegó a fascinarle.
La segunda persona que influyó, esta vez sí conscientemente, en la toma de aquella decisión fue Jörg Lanz. Este antiguo monje fundó en 1.905 la revista Ostara, de la que era el único autor y editor y en la que publicaba contenidos que abogaban por la superioridad de la raza aria sobre todas las demás y por la esterilización de los que él consideraba dalit (parias), entre los que se encontraban, por ejemplo, los enfermos. Hitler era un fan absoluto de esta revista, que ya por aquel entonces estaba perfectamente alineada con las ideas que empezaban a tomar forma en su mente.

jueves, 28 de marzo de 2013

La autocirugía como medida desesperada

A lo largo de la historia ha quedado demostrado que el cuerpo humano es una maquinaria casi perfecta que, llevando a los mandos el dominio de la mente, es capaz de llevar a buen puerto empresas a priori imposibles. Hoy, nuestro viaje nos lleva hasta los escenarios de varias de estas hazañas que tienen un componente común como punto de encuentro: la autocirugía.

Leonid Rogozov
Empezaremos hablando del caso más representativo de esta práctica como método de supervivencia. Leonid Rogozov era un aldeano nacido en una aldea siberiana tan remota que estaba más cerca de China que de la propia Moscú. En condiciones normales su destino habría estado en el campo, pero quiso el destino que Leonid naciera con una inteligencia extraordinaria que le llevó a graduarse con 19 años en el instituto de Minusinsk y a ingresar acto seguido en el Instituto Médico Pediátrico de Leningrado, donde obtuvo 6 años después un título en medicina general. Cuando hubo terminado la carrera de medicina decidió especializarse en cirugía pero, un año después, surgió en su vida la oportunidad de participar en una expedición al Ártico organizada por la unión soviética. Su mente inquieta (y las palmaditas en la espalda de los señores de la KGB, por qué no decirlo) le obligó a aceptar enrolarse en un viaje que le llevaría hasta fronteras casi inexploradas. Así, en el año 1.960, un joven Leonid de 26 años pone rumbo a la Antártida petate al hombro junto con otros doce investigadores tan entusiasmados como él mismo con la idea de pasar dos años de su vida en medio de la nada y pelados de frío.
Todo iba sobre ruedas hasta que, el la mañana del 29 de abril de 1.961, Leonid empezó a sentir unos fuertes dolores en el abdomen lo que, unido a otros síntomas, le llevó a autodiagnosticarse una peritonitis... nada grave de no ser porque él era el único médico de la expedición y porque, además, el punto de ayuda más cercano se encontraba a algo más de 3.000 kilómetros de distancia.
Al día siguiente, los dolores son ya tan fuertes que el médico se ve obligado a tomar una terrible decisión: dado que nadie está en condiciones de ayudarle, deberá operarse a sí mismo. Dicho y hecho: Leonid se recuesta en una silla delante de un espejo, pide ayuda al conductor de tractores y al meteorólogo de la estación para que le sirvan como un improvisado cuerpo de enfermería y se mete un chute de novocaína para anestesiar localmente la zona a tratar. Durante las siguientes dos horas, el médico se dedica a abrirse el abdomen y a hurgar dentro de su propio cuerpo, haciendo frecuentes pausas para descansar, hasta que quedó lo bastante satisfecho como para suturarse la incisión de 12 centímetros que se había practicado.
Leonid pasó un par de semanas convaleciente y, tras este periodo, retomó sus actividades normales en la estación antártica.
Cuando la historia llegó hasta la Rusia continental, caló tanto entre el pueblo llano que los gerifaltes soviéticos se vieron obligados a condecorar a Leonid con la Orden de la Bandera Roja del Trabajo... lo que no sirvió para licenciarle de sus trabajos en el frío hasta finales del año siguiente.

Al volver de la Antártida, Rogozov se doctoró en la universidad de Leningrado y empezó a trabajar en distintos hospitales hasta que, en 1.986, se estableció como cirujano jefe en el Instituto de Investigación Neumológica de Leningrado. Paradójicamente, Leonid moría en el año 2.000 víctima de un cáncer de pulmón que se lo llevó a la edad de 66 años.

Jerri Nielsen
El caso de nuestra siguiente protagonsista comparte numerosos paralelismos con el de Rogozov. Jerri Nielsen era una doctora estadounidense nacida en Ohio el 1 de marzo de 1.952. Durante años, trabajó duro hasta llegar a convertirse en una médico de prestigio que, cuando fue contratada para una expedición a la Antártida en 1.998, contaba con una dilatada experiencia en urgencias. Una vez allí, todo fue bien hasta que llegó la larga noche invernal durante la cual el equipo de investigación estaría físicamente aislado del mundo exterior durante 6 meses.
Fue en este periodo de tiempo cuando Jerri se detectó un bulto en el pecho. Temiéndose lo peor, empezó a hablar vía email y videoconferencia con varios colegas estadounidenses que, si bien trataron de animarla, le pidieron que enviara a casa el análisis de una muestra de tejido tan pronto como le fuera posible. Dicho y hecho: Jerri se practicó a si misma una biopsia y, luego, analizó el trozo de tejido que se había cortado al microscopio... pero el equipo que había en la estación antártica no era tan preciso como habría cabido esperar y los resultados no fueron concluyentes. Aún así, la historia de Jerri Nielsen llegó hasta los Estados Unidos y el gobierno se vió obligado a prestarle ayuda. No podían sacarla de allí en pleno invierno, pero sí podían arriesgar la vida de un piloto para que dejara caer sobre la estación un paracaídas con material médico. Con los nuevos instrumentos en sus manos, Jerri se practicó una segunda biopsia que, esta vez sí, arrojó resultados concluyentes: tenía cáncer.
Allí no había nadie que pudiera ayudarla y aquella no era su especialidad, pero ayudándose de médicos especialistas que la aconsejaron vía webcam, Jerri empezó a autosuministrarse un tratamiento de quimioterápia que se prolongó hasta que, en primavera, un avión pudo por fin tomar tierra para llevarla a suelo norteamericano, donde le fue extraído el tumor cancerígeno.

Desgraciadamente, el tratamiento llegó demasiado tarde y sólo pudo prolongar su vida unos  cuantos años más. Jerri murió en 2.009 víctima de una matástasis múltiple mediante la cual el cáncer que se había instalado en su pecho durante la aventura antártica se llevó su vida atacando otros órganos.

Bart Hughes
Como todas las experiencias extremas, la autocirugía también tiene sus "fans". Esta cuadrilla de imbéciles podría estar representada a la perfección por Amanda Feilding, una condesa británica metida a científica que, apoyando los postulados del "doctor" holandés Bart Hughes, pensaba que la solución para sus continuas fatigas estaba en la trepanación. Buscó durante cuatro años a un médico que se ofreciera a llevar a cabo la operación pero, como es lógico, ningún doctor medianamente respetable aceptó el trato así que, en 1.970, Amanda se plantó ante un espejo armada con un torno de dentista y se abrió un agujero en la frente que, según ella, debía permitir una mejor circulación intracraneal y llevarla a niveles de consciencia hasta entonces desconocidos. Al fin y al cabo Hughes ya lo había hecho antes... ¿por qué ella no?
Amanda no se quedó ahí. Con su flamante boquete nuevo en la frente, se presentó dos veces al parlamento británico liderando al partido "Trepanación para la Salud Nacional" que, como era de esperar, fracasó estrepitosamente.

miércoles, 20 de marzo de 2013

La guerra del emú

Hoy vamos a hablar de una de las guerras más descabelladas de la historia. Todo empezó cuando, tras la I Guerra Mundial, un sinfín de excombatientes australianos y de veteranos británicos se vieron sin nadie a quien matar y decidieron dedicarse al noble oficio de cultivar la tierra en las inmensas llanuras de Australia occidental. Hasta aquí todo bien, pero en 1.929 la Gran Depresión golpeó al mundo y las cosechas empezaron a caer por falta de inversión. Ante esta coyuntura, el gobierno australiano prometió a los granjeros numerosos subsidios para la mejora de los cultivos, por lo que los terratenientes invirtieron hasta su último dólar con la esperanza de que el gobierno cumpliera su palabra... el problema es que los subsidios nunca llegaron y, además, la superproducción de cereales derivadas de este hecho hizo que su precio cayera en picado, por lo que los años siguientes las siembras fueron cada vez menos generosas.
Emú en libertad
Así llegamos al año 1.932. En esta fecha, los granjeros no podían exprimir sus cosechas ni un ápice más y, por si esto fuera poco, el fenómeno anual de la migración del emú (unas aves parecidas al avestruz autóctonas de Australia) trajo consigo un número nada desdeñable de 20.000 ejemplares que campaban a sus anchas por los campos de cultivo picoteando lo poco que crecía en la tierra.
El problema era grande y los excombatientes no eran muy amigos del pensamiento racional, así que pidieron al ministro de defensa australiano que desplegara ametrralladoras en su territorio para disparar a discreción contra aquellos bichos. Una locura, ¿no? Pues no: el ministro aceptó con la condición de que las ametralladoras fueran manejadas por personal militar y de que deberían ser los propios granjeros los que alimentaran a los soldados desplegados en sus tierras. Así, el 2 de noviembre de 1.932, comenzaba la guerra del emú.

En un lado del campo de batalla, 20.000 pájaros picando el suelo; en el otro, un comandante y dos soldados en prácticas con un par de ametralladoras  Lewis... va a ser una batalla épica.

El día 8 de noviembre, 6 días después del inicio de la ofensiva, el comandante Meredith envía su primer reporte oficial al ministerio de defensa informando de lo evidente: sus hombres no han sufrido bajas, pero sus tácticas están demostrando ser ineficientes. En menos de una semana las Lewis han escupido 2.500 cartuchos y sólo han conseguido abatir un número que oscila entre los 50 y los 300 emús. Las emboscadas también han fracasado, pues en cuanto los pájaros oyen el primer disparo se dispersan corriendo asustados y no presentan un blanco en bloque... Meredith debe estar ciertamente desconcertado.
Ametralladora Lewis

La contienda se prolongó hasta el día 10 de diciembre arrojando un escalofriante recuento de 986 pájaros muertos con los 9.860 cartuchos disparados, es decir, que se necesitaron exactamente 10 cartuchos para derribar cada pájaro. La "guerra del emú" duró un mes y 8 días y en ella fue necesario disparar casi 10.000 balas para dar muerte a un 50% de los animales que habían arrasado las cosechas. Pero esperen, no se retiren todavía, que aún queda un último dato: ante el desastre en el que se había convertido aquella cacería, el ministro de defensa ordenó la retirada reconociendo la victoria de los emús sobre el ejército australiano. Como última pincelada, vamos a despedir el artículo con las palabras que el propio Meredith dijo en un irrisorio intento de justificar su fracaso: "Si tuviésemos una fuerza militar con la capacidad de absorver munición de estas aves, podría enfrentarse a cualquier ejército del Mundo. Afrontan las ametralladoras con la invulnerabilidad de un tanque, son como los Zulus, ni siquiera las balas expansivas pueden pararlas".

jueves, 14 de marzo de 2013

Harald Hardrada, un rey entre vikingos

Hoy viajaremos al siglo XI por un camino que nos llevará desde el extremo norte de la vieja Europa hasta el corazón de una Inglaterra devastada pasando por el Mediterráneo y por los oropeles que envolvían la eterna Bizancio. Hoy hablaremos de un guerrero entre guerreros, de un hombre capaz de poner a sus pies un reino con la fuerza de su brazo. Hoy hablaremos de Harald Hardrada, el último rey vikingo de Noruega.

Batalla de Stiklestad
Nuestra historia comienza en un campo de batalla cercano a la localidad de Stiklestad en el año 1.030. Allí, Olaf II, rey de Noruega, observa respaldado por 3.600 hombres cómo forma ante él una hueste de campesinos que ronda los 14.000 efectivos. Olaf sabe que no puede ganar pero, aún así, ordena a sus hombres que formen un muro de escudos mientras ve, henchido de orgullo, cómo su hermanastro de apenas 15 años empuña la lanza y se une en silencio a la soldadesca. Sonríe; no tiene miedo, pues sabe que le aguarda la vida eterna, así que cuando el rey ordena el avance empieza a caminar sin vacilar, ajustando su paso al de los hombres de armas para no romper el muro de escudos.
La batalla va a producirse porque Olaf (de confesión cristiana) ha decidido que ya va siendo hora de que sus súbditos abandonen el paganismo... lo malo es que los campesinos aferrados a las viejas costumbres no están muy por la labor de dejarse evangelizar, pero Harald, pues así se llama el muchacho, no entiende aún de política. Por lo que a él respecta, la lucha debe tener lugar porque el rey, su hermanastro, así lo ha ordenado.
El choque de escudo contra escudo saca al chico de sus pensamientos y le devuelve a la realidad con un castañeteo de dientes. Una lanza aparece por encima del escudo de su adversario y le abre una herida de consideración pero Harald, sumergido de lleno en el fragor del combate, ni siquiera lo nota y, en lugar de protegerse tras el borde reforzado de su parapeto, empuña su propia lanza por debajo del muro rival rajando el abdomen de su oponente de parte a parte y desparrando sus vísceras sobre el suelo sólo para que otro campesino armado ocupe el lugar del finado. A lo largo de toda la línea, los soldados de Olaf (bastante mejor entrenados y pertrechados que sus contrincantes) despachan granjeros a un ritmo tan alto que los hombres de armas empiezan a creer que la victoria es posible.
Harald sangra abundantemente, pero no le importa: el frenesí de la batalla se ha apoderado de su mente y no deja pasar ninguna sensación más; ahora lo único que importa es aniquilar a los rebeldes. El sudor apelmaza sus cabellos bajo el casco y una sonrisa blanca parte su cara como un tajo entre las salpicaduras de sangre enemiga. Harald está en su esplendor. De repente, un aullido parte desde el otro lado de la línea: el rey ha recibido un lanzazo en la rodilla y los rebeldes han aprovechado su caída para asaetearlo hasta la muerte. Ante la noticia que se propaga como la pólvora por el muro de escudos, Harald pierde la concentración un segundo, el tiempo justo para que el borde herrado de una rodela impacte contra su mandíbula y le derribe sin conocimiento saltándole de paso un par de dientes.

Olaf II "el Santo"
Cuando el joven se despierta, el campo de batalla está desierto de combatientes. En el aire calmo de la tarde suenan como truenos los graznidos de los cuervos, que compiten con los aullidos lastimeros de los moribundos en una cacofonía infernal. Se levanta, terriblemente dolorido pero consciente de que su hermanastro ha muerto en combate. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Qué iba a ser de él? No lo sabe, pero si tiene una cosa clara: no está dispuesto a ser el portador de la mala nueva, a volver a su casa con la vergüenza de la derrota y de la muerte del rey. Ha llegado la hora de partir en busca de nuevos horizontes.

Tras la batalla de Stiklestad, solo y sin nada que perder, Harald vagó por los territorios de la actual Rusia ofreciendo su espada y su lanza al mejor postor. Su experiencia en combate era corta, pero sus habilidades y la locura que se apoderaba de él en el campo de batalla le ayudaron a labrarse un nombre y, rápidamente, su cotización empezó a subir como la espuma. Los señores se peleaban por contratar los servicios de aquel hombre, un vikingo llegado del norte que pujaba al alza y al que le importaba bien poco el resultado de las batallas en las que participaba. Su día a día se limitaba a sobrevivir y matar a tantos enemigos como fuera posible pero, poco a poco, los conflictos entre rus se le fueron quedando pequeños así que, en el año 1.035, se echó el petate al hombro y se plantó ante las puertas de Bizancio.

Harald se había labrado una reputación en Rusia, pero esta no le servía de nada en el corazón del imperio: había que empezar de nuevo desde el escalón más bajo, pero la adversidad nunca constituyó un obstáculo para nuestro protagonista, así que se alistó en la Guardia Varega al servicio de la emperatriz Zoe Porfirogeneta.
Las cosas empezaban a funcionar bien una vez más. Harald tuvo pronto la oportunidad de demostrar su valía en las campañas de Anatolia, Sicilia, Italia y Bulgaria, donde se ganó el apodo de "devastador de búlgaros" y el puesto de comandante de la Guardia Varega por méritos propios, pero el cargo le duró más bien poco. Como buen vikingo que era, Harald consideraba el pillaje y el saqueo como derechos de conquista, como alicientes inseparables del ardor guerrero... el problema es que Miguel V, emperador bizantino que compartía el poder con Zoe, no opinaba lo mismo. El noruego fue arrestado en el año 1.041 por apoderarse de un botín que pertenecía al emperador y fue llevado a su presencia. Miguel quería pedirle explicaciones, pero Harald no era muy partidario del diálogo así que, antes de que la guardia personal del emperador pudiera reaccionar, se abalanzó sobre él y le arrancó los ojos. Inmediatamente, la guardia de Miguel V apresó al vikingo y lo arrojó enbuna celda pero menos de un año después el emperador murió y Harald aprovechó la confusión para escapar emprendiendo un viaje de retorno a Noruega que se prolongaría durante 4 años más. Su intención inicial era la de volver directamente a casa pero... bueno, era un vikingo y, si se presentaba la oportunidad de saquear algo por el camino, ¿por qué no hacerlo?

Harald coronado
A su llegada a Noruega en el año 1.046, Harald se encontró con que las cosas habían cambiado un poco en su ausencia. El trono lo ocupaba ahora su sobrino, Magnus I, y las costumbres guerreras se habían relajado hasta límites intolerables para un vikingo. El hijo pródigo de la corona noruega era ahora un hombre inmensamente rico y Magnus accedió a venderle a venderle la mitad del reino por la mitad del botín que había acumulado en su autoexilio... o, al menos, de la parte de botín que Harald le había contado. Un año más tarde Magnus, apodado "el bueno", moría en extrañas circunstancias dejando la totalidad del reino de Noruega en manos dr Harald, quien desde entonces sería conocido por el sobrenombre de Hardrada, el despiadado.

No pasaría demasiado tiempo antes de que Harald inundara Noruega en sangre enemiga, ampliando sus dominios y embarcándose en una guerra sin cuartel con la corona danesa pero, una vez más, el reto le quedaba pequeño y había que buscar nuevos horizontes.
La oportunidad llegaría en el año 1.066 de la mano de Tostig, conde de Northumbría, quien le pidió ayuda en la guerra que mantenía contra su hermano, el rey sajón de Inglaterra, bajo la promesa de repartirse a medias los territorios conquistados en las islas británicas. Harald no lo dudó ni un segundo: reclutó apresuradamente un ejército, lo montó en sus barcos y se plantó en los dominios de Tostig con ganas de buscar una buena pelea.

Harald entró en Inglaterra mostrando su mejor tarjeta de visita: el saqueo. En pocos días incendió todas las ciudades que se interponían en su camino hacia York, arramplando de paso con cuantas riquezas se ponían al alcance de su mano. Los ingleses trataron de detenerlo en Fulford, las fuerzas noruegas doblaban a las del rey sajón y, además, el terreno elegido para el combate estaba en medio de un pantano, por lo que aquello se pareció más a una masacre que a una batalla.
Tras esta victoria, Harald entró a sangre y fuego en la ciudad de York y, con la casquería fruto de la batalla aún a sus pies, se autoproclamó rey de Inglaterra.
El reinado le duró sólo unos días. El día 25 de septiembre de 1.066, los anglosajones se hartaron de los modales del vikingo y reunieron un ejército de 7.000 hombres que salió al paso de la hueste noruega en la localidad de Stamford Bridge.
A un lado del río formaba la citada tropa sajona; al otro, 10.000 soldados comandados por Hardrada en persona. La batalla está servida.

Batalla de Stamford Bridge
El ataque sajón ha pillado desprevenido a Harald, pero la suerte está de su lado: al igual que en Fulford, los sajones no han sabido escoger el terreno y el puente de Stamford es el único punto posible para cruzar de una orilla a la otra. El rey vikingo envía a sus berserkers a defender el estrecho paso. Los elegidos de Odín, aunque pocos en número, eran inigualables en arrojo y, cuando la primera gota de sangrae sajona cae sobre las losas del puente, seblanzan al combate poseídos por una furia asesina que da al cuerpo principal del ejército tiempo suficiente para organizar un fuerte muro de escudos.
Finalmente, los berserkers cayeron y los sajones cargaron a través del puente sólo para chocar contra el muro de madera y metal levantado por Harald. La batalla fue cruenta. Las bajas fueron tan numerosas que la hueste sajona se vió obligada a huír en desbandada. El rey de los vikingos había ganado una vez más... ¿o tal vez no?
Animado por el desorden de la retirada inglesa, Harald ordenó a sus soldados que cruzaran el puente en persecución de los sajones. Los hombres del norte, a los que la perspectiva de una buena escabechina les resultaba de lo más tentador, rompieron filas y salieron a terreno abierto lanzándose como lobos sobre el rebaño sajón en desbandada. Entonces, la infantería inglesa frenó su huída y plantó cara a los vikingos mientras los huscarles, la tropa de élite del rey sajón, aparecía por los flancos metiendo a Harald y sus hombres en una bolsa de muerte casi hermética.
Aquello fue una carnicería que acabó con el 90% de la tropa de ocupación noruega chapoteando en su propia sangre. Harald Hardrada cayó al suelo con una flecha sajona atravesandole la garganta. A su alrededor los hombres morían por centenares; nadie se preocupó por él hasta que un hombre de armas se dió cuenta de que había sido derribado y le preguntó por su estado. Ahogándose en su propia sangre y tratando en vano de respirar, el último rey vikingo de Noruega, se despidió de este mundo contestando con una escueta frase: "es sólo una pequeña flecha, pero está haciendo bien su trabajo".