miércoles, 30 de mayo de 2012

Tsutomu Yamaguchi

Tsutomu Yamaguchi... seguramente, este nombre no os diga nada pero, ¿y si añadimos el dato de que sobrevivió a dos de las mayores catástrofes militares de la historia? La entrada de hoy trata sobre un hombre que, por circunstancias de la vida, se vio atrapado los ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki. Sí, en los dos; y no sólo eso sino que, además, sobrevivió.

Tsutomu Yamaguchi
Nacido el 16 de marzo de 1.916, Yamaguchi trabajaba en Nagasaki como ingeniero encargado del diseño de petroleros pero, en el verano de 1.945, su empresa le destinó durante tres meses a la prefectura de Hiroshima. El día 6 de agosto, Yamaguchi estaba preparando las maletas para volver a Nagasaki junto con dos compañeros llamados Akira Iwanaga y Kuniyoshi Sato. A las 8:15 de la mañana, cuando estaban camino de la estación, el tristemente recordado Enola Gay oscureció el cielo de Hiroshima y dejó caer su carga mortal sobre el centro de la ciudad.
Nuestro protagonista y sus compañeros estaban a tres kilómetros del centro de la explosión pero, aún así, la onda expansiva cegó temporalmente a Yamaguchi, reventó sus tímpanos y causó serias quemaduras en la mitad superior izquierda de su cuerpo.

Tras recibir tratamiento por sus heridas, Yamaguchi se reúne con sus compañeros y parte rumbo a Nagasaki, donde llega el día 9 de agosto. Una vez allí, mientras nuestro protagonista relata a sus superiores la experiencia vivida en Hiroshima, el Bockscar descarga la segunda bomba atómica sobre Nagasaki.
Yamaguchi tiene la suerte de encontrarse (al igual que sucedió en Hiroshima) a 3 kilómetros del punto de impacto. La diferencia respecto al anterior bombardeo fue que, en esta ocasión, Yamaguchi se encontraba dentro de un edificio, lo que le permitió salir más o menos indemne del incidente: las heridas que sufrió fueron debidas a que no encontró asistencia médica para cambiar los vendajes que le habían puesto en Hiroshima, lo que le provocó una infección que le mantuvo en cama durante varios días.

Tras vivir estas experiencias, Yamaguchi pasó a trabajar como traductor para la fuerza de ocupación americana hasta que, finalmente, recuperó su antiguo empleo como diseñador de petroleros.
Años después , en 2.006 participó en la grabación de un documental sobre los nada menos que 165 supervivientes de ambas bombas atómicas. Lo que diferencia a Yamaguchi del resto de afectados es que él es el único superviviente de ambas masacres oficialmente reconocido por el gobierno japonés... o, mejor dicho, lo era hasta que murió el 4 de enero de 2010 víctima de un cáncer de estómago.

miércoles, 23 de mayo de 2012

La balsa de la Medusa

Hoy vamos a hablar del hecho histórico que inspiró a Théodore Géricault para pintar uno de los cuadros más famosos del romanticismo francés: La balsa de la Medusa.

Nuestra historia comienza en junio de 1.816, cuando un convoy francés parte de Rochefort con destino a Senegal. El grupo está formado por el Argus, el Écho y la Méduse, una fragata a cuyo mando está el Vizconde Hugues Duroy de Chaumereys, nombrado a dedo tras pasar casi 20 años sin navegar.
La travesía debe transcurrir sin incidentes, pues su objetivo es aceptar la rendición británica en la colonia y su devolución a Francia dentro de los términos aceptados en la Paz de París, pero pronto veremos que no fue precisamente un crucero de placer.
Aprovechando el buen tiempo y en el ansia de Chaumereys por cumplir la misión, la Méduse se adelanta a las otras naves... pero se desvía 100 kilímetros de su rumbo y encalla en un banco de arena. El accidente se produce el día 2 de julio cerca de las costas de la actual Mauritania.
La balsa de la Medusa (Théodore Géricault)
Durante tres días, el capitán y la tripulación se esfuerzan por liberar el barco embarrancado; pero no lo consiguen y deciden que la mejor manera de salvar la vida pasa por encaramarse a los botes salvavidas y hacerse a la mar para tratar de recorrer los 60 kilómetros que separan a la Méduse de la costa mauritana... el problema es que la tripulación de la fragata asciende a 400 personas y los botes sólo tienen espacio para unas 250. Los casi 150 hombres restantes construyeron apresuradamente una balsa y se lanzaron al agua, donde debían ser remolcados por los botes salvavidas. Pero no lo fueron.
Tras una cortísima travesía, las amarras que unían la balsa parcialmente hundida a los botes se soltaron (o alguien ordenó soltarlas) y más de un centenar de hombres quedaron a la deriva sobre un trozo de madera flotante con vías de agua por todos lados.

Los náufragos de la Méduse se ven impotentes, mirando como se disuelve la estela dejada por los botes salvavidas y sabiendo que su suerte está echada, pues sólo disponen de un paquete de galletas, dos bidones de agua y un par de barriles de vino.
La balsa es ingobernable y las provisiones se agotan el primer día. El riesgo de hundimiento está constantemente presente tensando los ánimos hasta el punto de que pronto empiezan a estallar peleas que terminan con hombres apuñalados o tirados por la borda.
Los barriles de vino cayeron al mar en medio de las trifulcas y el agua que quedaba en los bidones era a todas luces insuficiente para mantener con vida a todos los ocupantes de la balsa, asi que pronto comenzaron a producirse suicidios y asesinatos que culminaban con un banquete en el que los marineros echaban mano del único alimento existente a bordo: la carne de sus compañeros muertos. Dejaban los huesos limpios antes de tirarlos al mar y bebían la sangre en un intento de mantenerse con vida hasta que llegara ayuda.

Trece días después del naufragio, el Argus llega a la posición de la balsa y se encuentra con que, de los 150 hombres que habían quedado a la deriva, sólo 15 permanecen encaramados a la balsa. Están en el umbral de la muerte, sin comida y sin una gota de agua, pero el rescate llega justo a tiempo y la vida de los 15 supervivientes de la Méduse es arrancada del mar.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Educación espartana

En este mismo blog ya hablamos en su día de los hoplitas como la mejor infantería de la antigua Grecia. La entrada de hoy va a tratar sobre la élite de esta élite y, por lo tanto, sobre como se forjaba el carácter de los hoplitas espartanos.

Para entender la mentalidad espartana, lo primero que debemos saber es que en Esparta el conjunto primaba siempre por encima del individuo. Así, la "educación" de un niño espartano comenzaba con su nacimiento: la matrona entregaba al recién nacido a una comisión de ancianos que debía examinarlo en el senado de la ciudad. Si el niño era considerado robusto y bello (según los cánones imperantes en la época) pasaba a formar parte de la sociedad espartana; si, por el contrario, tenía algún defecto físico o psíquico, se le consideraba como una boca improductiva y era despeñado por las laderas barrancosas del monte Taigeto.

Ruinas de Esparta
Las madres esperaban ansiosas el resultado del examen con la esperanza de que fuera positivo... pero no por amor a sus hijos, sino porque habían sido educadas desde niñas en la creencia de que su deber era engendrar hijos fuertes y "perfectos" que contribuyeran a acrecentar la gloria de Esparta. Por este motivo, si el dictamen era negativo, esas mismas madres apretaban los dientes, bajaban la cabeza avergonzadas por lo que consideraban una deshonra y se preparaban para otorgar un nuevo vástago a su gloriosa patria.

Partiendo de esta base, no es necesario explicar el por qué de que la palabra Esparta sea tradicionalmente asociada a la dureza. Estos métodos y los que vamos a referir a continuación convirtieron a aquella pequeña ciudad estado en una sociedad permanentemente militarizada capaz de criar élites entre la élite, pero cuya población iba en continuo descenso, pues no todos eran dignos de ser llamados espartanos.

Si el recién nacido era considerado válido, el consejo de ancianos lo ponía en manos de una nodriza que se encargaría de su educación hasta que cumpliera los 7 años. El niño aún no era considerado un  espartano de pleno derecho, pero se le permitía vagar libre por la ciudad bajo la atenta mirada de la nodriza que le hubiera tocado en suerte, que se encargaba de curtir al niño en sus primeros años de vida.

Durante esta primera etapa del desarrollo, el niño era obligado a permanecer absolutamente solo durante largos periodos de tiempo en espacios oscuros. Todo rastro de miedo debía desaparecer y el comportamiento del niño debía ser sobrio en todo momento, por lo que no se le permitían caprichos ni rabietas de ningún tipo.

Este "pre-entrenamiento" se completaba bañando al infante regularmente en cubas de vino enriquecido con drogas alucinógenas que penetraban en la piel y derivaban, en caso de naturalezas poco robustas, en convulsiones que provocaban la muerte del niño.

Al cumplir los 7 años, el niño espartano era rapado al cero, abandonaba su casa y pasaba a ser propiedad del Estado. Los niños eran integrados en unidades militares infantiles bajo la supervisión de un educador cuya misión era endurecer su cuerpo y su mente de cara al futuro. A esta edad aún se les permitía vestir una túnica suave, pero la mayor parte del tiempo estaban desnudos, descalzos y mugrientos.

Pasaban la mayor parte de su tiempo en el gimnasio, practicando variantes atléticas y de lucha. Las raciones de comida son claramente insuficientes, lo que obliga a los niños a afilar su ingenio para robar alimentos sin ser descubiertos pues, si lo eran, se les castigaba duramente (normalmente con palizas) no por el robo en sí mismo, sino por su torpeza a la hora de llevarlo a cabo.

A los 12 años, las cosas se complicaban un poco más. La vestimenta se reduce a un manto de lana basta al año y la formación empieza a incluir, además del atletismo y la lucha, disciplinas militares como la marcha en formación o el uso de las armas.

Los niños encuadrados en esta franja de edad iban descalzos día y noche tanto en invierno como en verano y dormían sobre un lecho de cañas que ellos mismos debían cortar sin hacer uso de ninguna herramienta. Los cuerpos y las mentes de estos infantes se endurecían al tiempo que sus manos se iban acostumbrando al peso de los enormes escudos redondos, las largas lanzas de fresno y las espadas.

Cuando cumplía los 15 años y si había sido capaz de superar las etapas anteriores, el niño pasaba a entrar en la categoría de los efebos y se le permitía dejarse crecer el pelo. Los entrenamientos anteriores  se endurecían  y se introducía el apaleamiento periódico como manera de enseñar a los futuros soldados a soportar el dolor.

Hoplita espartano
Estos rituales de apaleamiento seguían una serie de pautas establecidas: en primer lugar, el grupo de efebos era llevado al bosque, donde buscaban un arbol robusto al que ataban una cadena con un palo en uno de sus extremos. Uno de los efebos se agarraba al palo y dos de sus compañeros empezaban a azotarle con varas de bambú que le desgarraban la piel de espalda, torso y piernas hasta que desfallecía debido al dolor. En este momento, otros dos compañeros levantaban al caído y lo sujetaban mientras los dos primeros seguían azotándole hasta que el educador decidía detener el suplicio.

Estos apaleamientos tenían un triple objetivo: en primer lugar y como ya se ha dicho, enseñar a los efebos a soportar el dolor sin proferir un quejido; en segundo lugar, los "azotadores" aprendían a golpear sin detenerse ante el dolor ajeno y, por último, aquellos que alzaban al caído aprendían a respetar las órdenes dadas hasta las últimas consecuencias, imponiendo el criterio del superior sobre sus propios instintos.

A los 20 años de edad el efebo se convertía en un hombre, pero no sería un espartano de pleno derecho hasta convertirse en hoplita mediante la Krypteia.

Este ritual consistía en que los efebos que debían "graduarse" en ese año declaraban la guerra a los ilotas, los esclavos de Esparta. Desnudos, con la comida justa y armados tan sólo con un cuchillo, los efebos pasaban la noche escondidos en las montañas y, al alba, se lanzaban sobre las granjas para asesinar a los ilotas. Aquel que conseguía derramar la sangre de un esclavo era aclamado por sus compañeros y llevado casi en volandas hasta la ciudad, pues acababa de convertirse en un hombre.

Una vez de vuelta en Esparta, el nuevo hoplita era armado e iniciaba su servicio militar obligatorio, que se prolongaría hasta los 60 años, edad en la que se le permitía "jubilarse" y pasar a formar parte del senado de la ciudad. Pocos llegaban a esta edad, pero los que lo conseguían eran enormemente respetados por la comunidad espartana.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Blas de Lezo en Cartagena de Indias

En el siglo XVIII, las relaciones entre España e Inglaterra (las dos grandes potencias de la época) eran, digamos, "tirantes". Los británicos dominaban el norte de América mientras que los españoles imponían su yugo sobre el sur. Esta situación provocaba constantes fricciones en el Caribe que desembocarían con una terrible batalla en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias... pero no adelantemos acontecimientos.

Jorge II
Estamos en el año 1.738, España lleva 70 años en caída libre y los ingleses quieren aprovechar esta situación para hacerse con el dominio de centroamérica. Las escaramuzas entre barcos británicos y españoles son constantes, pero no suponen un casus belli claro... hasta que a un capitán español se le va la mano.
En este mismo año, el capitán Julio León captura frente a las costas de La Florida a un contrabandista inglés llamado Robert Jenkins. León decide castigar a Jenkins cortándole una oreja (lo que no suponía una sanción demasiado dura para la época) y mandarlo de vuelta a Inglaterra con su oreja metida en un tarro de alcohol y, este fue su error, con un mensaje para el rey Jorge II que decía: "Ve y dile a tu Rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve".
El incidente no habría pasado a mayores de no ser porque Inglaterra estaba deseando buscarle las cosquillas a los españoles para emprender una guerra por el control del Caribe. Jenkins, tras el largo viaje hacia su tierra natal, mostró su oreja cortada al parlamento británico, que declaró la guerra a España y destinó para ello una enorme fuerza de 186 barcos y unos 30.000 hombres con base en Jamaica.

En noviembre de 1.739 la flota inglesa asaltó y tomó la plaza de Portobelo, en la actual Panamá. Edward Vernon, el almirante al mando de la flota británica envía una carta a Cartagena de Indias en la que amenaza sutilmente a los gobernadores españoles de la ciudad diciéndoles que "ha tratado bien a los rehenes de Portobelo aunque estos no lo merecían". Con esta misiva, Vernon pretende amedrentar a los españoles acantonados en Cartagena de Indias y que estos le entreguen la llave del Caribe por la vía rápida... pero al mando de la guarnición de la plaza está uno de los mejores militares (si no el mejor) que ha dado la historia de España: Blas de Lezo.
En una carta fechada en la nochebuena de aquel mismo año, el español responde a Vernon en un tono que no admite réplica diciéndole que, de haber estado él en Portobelo, no sólo habría puesto en fuga a los ingleses, sino que los hubiera perseguido y ajusticiado.

Esta respuesta, como era de esperar, no le hizo demasiada gracia al almirante, que se presentó con su flota en la costa de Cartagena de Indias el 13 de marzo de 1.741. Blas de Lezo contaba para la defensa con 3.000 soldados, 600 arqueros indios y 6 naves.

Almirante Edward Vernon
Nada más llegar, Vernon empezó a bombardear desde sus naves las fortalezas que custodiaban la salida al mar de la ciudad. En poco tiempo, la flota inglesa destruye las fortalezas que sellaban el acceso a la bahía de Cartagena de Indias. Los defensores se repliegan hacia posiciones más apropiadas y destruyen tras ellos los 6 barcos que formaban la fuerza naval española en un vano intento por bloquear el paso de Vernon a través de la bahía.
Tras esta demostración de fuerza , el almirante inglés da por hecha la victoria y envía una carta a Inglaterra para comunicarle al rey que los españoles han sido derrotados... pero Vernon iba demasiado rápido y Jenkins no había sido vengado todavía: 600 españoles e indigenas supervivientes del ataque a la bahía se han atrincherado en la fortaleza de San Felipe de Barajas y no están dispuestos a rendirse de ningún modo. Los comandan Blas de Lezo y Carlos Desnaux, tienen víveres de sobra y están enfadados con los ingleses. La batalla está servida.
Vernon quiere terminar con el trabajo por la vía rápida y ordena a sus artilleros el cañoneo incesante sobre la fortaleza mientras la infantería se adentra en la selva para atacar por la retaguardia. El plan es claro y sencillo: los cañones debilitan y la infantería da la puntilla desde atrás; pero la selva colombiana guarda un montón de sorpresas desagradables para Vernon y sus hombres.
El sofocante calor hace mella en la soldadesca inglesa, acostumbrada a climas más templados. La malaria se apodera de la columna y empieza a causar bajas, que se cuentan por cientos cuando los de Vernon consiguen rodear por completo la fortaleza. Una vez llegados a este punto, los ingleses se dan cuenta horrorizados de que el único acceso a la fortaleza por este lado consiste en una estrecha rampa sobre la que esperan 300 españoles armados con espadas y dagas que de Lezo ha colocado allí para taponar la entrada al bastión. Aún así, Vernon da la orden de carga.El choque es terrible. La orgullosa infantería inglesa se lanza con todo su poder contra aquel rompeolas de acero. Los españoles están en clarísima inferioridad, pero la estrechez de la rampa convierte el número en algo casi anecdótico, por lo que los hombres de Blas de Lezo se hartan de repartir estocadas y navajazos. Para cuando Vernon ordena retirada, la rampa chorrea sangre y sobre el suelo yacen los cadáveres de 1.500 soldados ingleses.

La resistencia a ultranza de Cartagena de Indias no le hizo ninguna gracia a Vernon, que veía como su carta iba a llegar a Inglaterra cargada de mentiras y como las epidemias iban mermando su tropa cada vez más. Finalmente, el almirante tomó la decisión de construir escalas y tratar de tomar la fortaleza al asalto en la noche del 19 de abril.

Blas de Lezo
El ataque comienza de noche, bajo un nutrido fuego de artillería en ambas direcciones. La vanguardia inglesa está formada por esclavos jamaicanos armados con un machete y cargados con las escalas. A continuación, tres columnas de granaderos y casacas rojas salen a la ancha franja de terreno abierto que separa la selva de las murallas. La fusilería y los arcos indígenas empiezan a cobrarse sus primeras víctimas mientras los ingleses, inasequibles al desaliento, siguen avanzando hacia San Felipe de Barajas azuzando a los jamaicanos de las escalas que, por ir desprotegidos, caen a decenas. Aún así, los ingleses consiguen llegar al pie de la muralla para encontrarse con la sorpresa más desagradable que pudieran esperar.
Una vez más, Blas de Lezo se ha adelantado a la estrategia de Vernon y ha ordenado cavar un gran foso en torno a la fortaleza, lo que hace que las escalas se conviertan en un  trasto inservible incapaz de superar la altura de ambos obstáculos.
Los jamaicanos intentan retroceder mientras que los granaderos y los casacas rojas empujan hacia delante obsesionados con la idea de acabar de una vez por todas con aquel insignificante contingente español. El campo abierto que se abre ante San Felipe de Barajas se convierte entonces en una masa hirviente de hombres asustados sobre la que los artilleros españoles y los arqueros indígemas disparan a placer.
Con las primeras luces del 20 de abril, el campo de batalla está encharcado con la sangre de cientos de cadáveres británicos. Contra todo pronóstico, las tropas inglesas siguen cargando a través del barrizal sólo para encontrarse con el foso y morir acribillados. Blas de Lezo, a quien no le gusta nada aquella situación, decide acabar con los ingleses restantes de un plumazo y ordena a los resistentes que salgan en una carga a bayoneta que se salda con la muerte de cientos de ingleses.

Vernon retrocede y ordena una retirada a los barcos. Las naves fondeadas en la bahía reciben orden de seguir cañoneando sin descanso la fortaleza durante 30 días más, pero tanto Vernon como su ejército saben que el esfuerzo es vano y que la plaza está perdida, por lo que los barcos ingleses inician una lenta retirada que culminará con la salida, el 20 de mayo, de la última nave inglesa que quedaba en la bahía de Cartagena de Indias.

En cuanto al balance de bajas... bueno, los números son el mejor ejemplo: 5 barcos ingleses fueron incendiados antes de la retirada  por falta de tripulación que los gobernase y unos 15.000 británicos (la mitad de los soldados que componían el ejército inicialmente) murieron en aquella primavera de 1.741.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Justicia "divina"

Estamos en Moscú a día 16 de enero de 1.918. La revolución ha culminado con éxito provocando la caída de los zares e instaurándo en su lugar un régimen leninista que pretende mostrar su poder ante todos desde el primer momento. Anatoli Lunacharski, el Comisario del pueblo para la Instrucción Pública ha conseguido convocar el juicio que todo el mundo en Rusia quiere ver.
A un lado de la sala, la fiscalía del Estado se alza segura de su victoria mientras que en el banquillo de los acusados se sienta Dios... bueno, exactamente no era Dios (que por lo visto decidió no acudir al juicio), sino una Biblia que debía representarle.
La sala, llena hasta la bandera, se sumerge en un silencio estremecedor cuando el fiscal empieza a recitar la lista de cargos de los que se acusa a Dios, entre los que destacan los de genocidio y crímenes contra la humanidad. El abogado defensor intenta defender a su representado presentando los atenuantes de grave trastorno de la personalidad y severa demencia, pero el jurado no quiere ni oír hablar de absolución: los crímenes que se están juzgando son gravísimos y la denuncia proviene del pueblo ruso y, por ende, de toda la raza humana. A todo esto, el acusado no dice ni pío.

El juicio se prolongó durante horas y el veredicto final fue demoledor: Dios fue hallado culpable de todos los crímenes de los que había sido acusado y fue condenado a morir fusilado en un acto que debía celebrarse en la mañana del día siguiente, sin posibilidad de aplazamientos ni apelaciones.

Así, el día 17 de enero a las 6:30 horas, un pelotón disparó al cielo cinco ráfagas de ametralladora (se ve que el acusado tampoco quiso asistir a su propio fusilamiento) cumpliendo la sentencia dictada por el tribunal y matando al mismísimo Dios.