miércoles, 18 de julio de 2012

Carlos de Austria

De todos es sabido que el casarse entre primos, tíos o lo que se tercie era el pan nuestro de cada día en las casas reales europeas del siglo XVI. En España, esta obsesión por la endogamia ha dado auténticas joyitas faltas de luces que, con el tiempo, se convirtieron en reyes catastróficos... pero lo del personaje que nos ocupa hoy clama al cielo.

Carlos de Austria
El día 8 de Julio de 1.545 nacía en Valladolid el primogénito de Felipe II con su primera mujer, María Manuela de Portugal. El rey Felipe, a sus 18 años estaba exultante y henchido de orgullo por el nacimiento de un varón que prolongara su estirpe pero las cosas cambiaron cuando, tan sólo cuatro días después del nacimiento del pequeño Carlos, la reina moría dejando al niño a cargo de su marido quien, a la sazón, era también primo por partida doble de la difunta.
Carlos de Austria se crió en compañía de sus tías y familiares más cercanos, pues los asuntos de la corona reclamaban la atención constante de Felipe II, quien pasaba largos periodos lejos de la península ibérica.
El niño, como buen Habsburgo, era fruto de la proverbial endogamia de la sangre azul y, si su abuela paterna (Juana la loca) ya traía "tara", él no iba a ser menos. Conforme avanzaba su desarrollo, el niño demostraba cada vez más a las claras que tenía muy poquitas luces y que, además, hacía gala de un carácter cruel, pues gozaba asando liebres vivas y cegando caballos en el establo real. La cosa llegó hasta el punto de que, a la edad de 11 años, ordenó azotar para su diversión y regocijo a una muchacha que, posteriormente, tuvo que ser convenientemente indemnizada por la corona.
Felipe II era perfectamente consciente de la crueldad de su hijo pero, quizá debido a su también deficiente desarrollo físico (tenía un hombro más alto que otro, una pierna más larga que la otra, el pecho hundido y una nada desdeñable joroba), achacaba estos desmanes a la frustración del crío, de modo que en 1.560 obligó a las Cortes de Castilla a reconocer al joven Carlos como heredero legítimo al trono.

Con 15 años el adolescente fue trasladado a Alcalá de Henares para dar inicio a una etapa universitaria que debía formarle de cara a sus futuros deberes al frente del gobierno. Su salud era bastante endeble y sufría continuas fiebres que obligaban a los médicos a desvivirse en tratamientos absurdos que no llevaban a ninguna parte pero que, al menos, mantenían con vida a Carlos. Esta etapa se prolongó durante dos años, hasta que el heredero cayó rodando por unas escaleras y se golpeó la cabeza quedando bastante tocado.
Los intentos para recuperar su salud fueron desde la medicina tradicional hasta los curanderos pasando por la religión, pues la momia de fray Diego de Alcalá fue sacada de su sepulcro y tumbada en la cama junto al joven agonizante en un absurdo intento por atraer la gracia del difunto al que, supongo, no le haría ninguna gracia que le arrancaran de su descanso eterno para tumbarle junto a aquel despojo... pero no nos desviemos del tema: finalmente, la cosa se saldó con una trepanación practicada por el médico de la corte que no sólo salvó la vida del joven Carlos, sino que además acentuó su carácter cruel y excéntrico.

Carlos de Austria
El chico tenía la cabeza regular pero, para bien o para mal, era el heredero al trono y debía ser educado como tal, así que su padre le nombró miembro del Consejo de Estado en un intento de que tomara contacto con las labores de la corona.
Corría ya el año 1.564 y Felipe II cada vez estaba más harto de las excentricidades de su hijo. Tratando de quitárselo de encima, la corona española llegó incluso a entablar negociaciones para casarlo con la mismísima María Estuardo... pero aquella alianza era demasiado importante y ya era vox populi que Carlos de Austria era un bobalicón de tomo y lomo, de modo que Felipe decidió no dejar semejante responsabilidad en sus manos.
Esto supuso un revés para la autoestima de Carlos, quien a partir de entonces redobló su interés por conseguir un objetivo que ansiaba desde hacía tiempo: el gobierno de los Países Bajos.

Carlos se burlaba constantemente de su padre e incluso trataba de desautorizarlo públicamente cada vez que tenía ocasión, pero Felipe aún miraba a su hijo con una cierta indulgencia y la cosa no habría pasado a mayores de no ser porque el príncipe le contó a su amigo Ruy Gómez de Silva que iba a emprender una huída hacia los terrotorios del norte para forzar a su padre a darle el poder. El problema es que Ruy no era tan discreto como Carlos creía y las noticias llegaron rápidamente a oídos del rey, que saldó el episodio con una nueva reprimenda que provocó nuevos desmanes como, por ejemplo, amenazas de muerte al Duque de Alba o la orden, emitida en 1.567, de quemar un edificio desde el que se habían lanzado aguas que le habían manchado.
A estas alturas, Felipe II ya había perdido todas las esperanzas depositadas en su primogénito, que seguía empeñado en ir a los Países Bajos.
Carlos le pidió a su tío, Juan de Austria, que le llevara a Italia para partir desde allí hacia el norte; Juan, como era de esperar, "perdió el culo" por ir a contarle al rey lo acontecido, pero el castigo habría quedado en nada de no haber sido porque el chico, del que ya hemos dicho que no tenía muchas luces, hizo partícipe al prior de Atocha de sus planes para asesinar a su padre y tomar el poder por las malas.
El día 18 de enero de 1.568 Felipe II, harto ya de las salidas de tono de su hijo, ordenó que este fuera recluído en sus aposentos y aislado del mundo exterior.

Viéndose acorralado, Carlos de Austria amenaza con quitarse la vida, por lo que Felipe ordena que le sean retirados todos los tenedores y cuchillos. Ante esta medida, el joven reacciona emprendiendo una huelga de hambre... en la que fracasa estrepitosamente.
Al darse cuenta de que no es capaz de imponer su voluntad, Carlos empieza a comer sin medida, dándose auténticos atracones en la intención de pasar su periodo de reclusión de la mejor manera posible, pero también en eso fracasa. En uno de estos banquetes pantagruélicos, Carlos de Austria muere reventado por dentro. Corría el año 1.568 y el futuro rey contaba con 23 años de edad.

miércoles, 11 de julio de 2012

Lingchi: la muerte de los mil cortes

Para la entrada de hoy dejaremos volar nuestra imaginación hasta la exótica China del siglo X para asistir a una ejecución llevada a cabo por uno de los métodos más imaginativos y crueles de la historia: el lingchi.

La muerte de los mil cortes estaba destinada a los reos acusados de crímenes de la mayor gravedad tales como el parricidio o la traición al estado. Cuando un acusado era encontrado culpable de alguno de estos crímenes, el juez firmaba su sentencia de muerte dando inicio a su calvario.
Ejecución por Lingchi (1.904)
En primer lugar, se plantaba un poste de madera en la plaza central del pueblo o ciudad y se ataba al condenado desnudo frente a sus vecinos. Acto seguido, los verdugos se posicionaban en torno al poste y empezaban a "filetear" lentamente al reo, cortándo finas rodajas de su carne en puntos no vitales hasta dejar al descubierto los músculos.
A continuación, los experimentados torturadores acometían la tarea de cortar el músculo dejando a la vista los huesos. Toda la operación debía llevarse a cabo con cuchillos excelentemente afilados y con precisión quirúrgica, pues era importante que el condenado permaneciera con vida durante todo ese tiempo, de modo que se procuraba completar el proceso sin afectar a ningún punto vital mientras se iban apilando ante los ojos del torturado los trozos de carne que los verdugos extraían.
En último lugar, cuando el reo ya tenía los huesos a plena vista y la tortura no podía prolongarse ni un sólo corte más sin provocar la muerte, los verdugos extraían un órgano importante y el cuerpo se colapsaba provocando el deceso.

Este método de ejecución puede parecer arcaico, pero se siguió utilizando en China hasta su abolición en el año 1.905. Durante todo ese tiempo el lingchi sirvió como una forma de "triple castigo" que involucraba la humillación pública de ser ejecutado ante la vista de todos, el terrible dolor de los lentos cortes y, por último, la creencia de que ningún reo ejecutado por este método podría obtener la paz en su vida espiritual, pues vagaría sin rumbo por toda la eternidad despojado de gran parte de su ser.

jueves, 5 de julio de 2012

Batalla de Platea

Para la entrada de hoy deberemos volver la vista de nuevo hacia el mundo antiguo, concretamente hacia la convulsa Grecia del siglo V a.C. Por aquel entonces, las hordas del imperio persa campaban a sus anchas por todo el norte de la Hélade con su emperador, Jerjes I, a la cabeza. Los orientales habían ganado el acceso a Grecia pagando un altísimo coste en las Termópilas, pero ahora Atenas era suya y sólo el Peloponeso se interponía entre Jerjes y el sometimiento total de los griegos. La imponente armada persa intentó conseguir el dominio marítimo en la batalla naval de Salamina... pero la flota aliada con los atenienses expulsados de su ciudad a la cabeza se impuso haciendo una escabechina en la armada imperial.
A estas alturas de la guerra Jerjes ya sabía de sobra como se las gastaban los griegos, de modo que se retira hacia Asia con la mayor parte de su ejército dejando a su lugarteniente Mardonio con una fuerza que Heródoto estima en 300.000 hombres y con la orden de aplastar la resistencia griega.

Grecia durante las Guerras Médicas
Viendo que la alianza helénica gana cohesión por momentos, Mardonio decide retirarse a Tesalia para pasar el invierno del año 480 a.C., momento que los atenienses aprovechan para recuperar su ciudad... pero el invierno no fue ni mucho menos ocioso para el general persa, que aprovechó el intervalo para reabastecer a su ejército y para idear la manera de crear disensiones entre las ciudades-estado que aún resistían en el Peloponeso.
En la primavera del año 479 a.C., Mardonio decide atacar el ego de los atenienses ofreciéndoles nuevos territorios y autogobierno con la condición de que se sometan a Jerjes. Los de Atenas escuchan la oferta persa sabiendo desde el principio que no la van a aceptar, pues insisten en que haya una delegación espartana presente en las negociaciones. Los persas, por su parte, cometen el error de enviar como emisario a Alejandro I de Macedonia, al que los griegos consideran un "semi-bárbaro" vendido al poder de Jerjes así que, como era de esperar, la oferta es despreciada.
Mardonio, a quien no le hace ninguna gracia el desplante de los griegos, avanza con su hueste y entra a sangre y fuego en Atenas tomando de nuevo la ciudad. Los atenienses se ven obligados a evacuar su hogar y a refugiarse, una vez más, en Salamina, desde donde empiezan a enviar embajadas en busca de ayuda.

Las ciudades empiezan a responder a la llamada ateniense, pero Esparta guarda silencio. Al fin y al cabo, ¿qué podía importarles a los lacedemonios la caída de Atenas? Leotíquidas II, rey de Esparta, se niega a mover ficha y los atenienses se impacientan cada vez más.
Afortunadamente para la coalición griega, la razón entra finalmente en la cabeza del lacedemonio y, cuando los últimos embajadores atenienses llegan a Esparta con un últimatum, son informados de que una fuerza de hoplitas espartanos está ya en camino para enfrentarse a los persas.

El general Mardonio había sido testigo en las Termópilas de lo que un grupo de espartanos bien comandados era capaz de hacer, así que cuando se entera de que Lacedemonia ha movilizado a la mayor fuerza de su historia... bueno, digamos que empezó a ponerse ligeramente nervioso. No obstante y como hombre de guerra que era, el general persa es consciente de que su infantería no tiene nada que hacer frente a la formación cerrada de las falanges griegas, de modo que se retira hacia Tebas en busca de un territorio más propicio para un arma en el que sí superaba con mucho a los helenos: la caballería.
Llegados a este punto, Mardonio ordena levantar un campamento fortificado a orillas del río Asopo; junto a una llanura que debe servir como campo de batalla.
Los griegos, conscientes a su vez de la superioridad persa en materia de unidades montadas, no están muy por la labor de pelear en la planicie, por lo que rodean el campamento de Mardonio y marchan campo a través por el monte Citerón hasta las proximidades de la ciudad de Platea, lo que coloca al ejército aliado en una posición elevada sobre el campamento persa. La batalla está servida.

Formaciones iniciales
En la ladera del monte Citerón y siempre hablando de las estimaciones de Heródoto forma una fuerza aliada de 110.000 griegos. En la planicie, en la otra orilla del río Asopo, la hueste persa está compuesta por 300.000 hombres de varias nacionalidades.
Estamos en el mes de agosto y el calor es sofocante a las puertas del Peloponeso, por lo que Mardonio quiere acabar con la molesta resistencia lo más rápido posible. Confiado en que los griegos abandonarían sus posiciones para bajar a la llanura, el comandante persa envía a la caballería para hostigar las líneas helenas. La consigna es sencilla: ataque fulminante y retirada relámpago; si los griegos quieren acabar con la caballería deberán bajar a buscarla.
La estrategia funciona y las primeras líneas griegas empiezan a ponerse nerviosas y a cargar contra los caballeros, pero la fortuna sonríe una vez más a las falanges, que consiguen alcanzar y dar muerte a Masistio, comandante de la tropa montada, antes de que consiga llegar a la planicie.
Al igual que ocurre con una serpiente, al decapitar la columna persa el resto de la tropa se desmorona y emprende una huída con rumbo a su campamento, lo que obliga a Mardonio a cambiar su política provocando un periodo de "calma chicha" que se prolonga durante 10 días.
Durante este tiempo la estrategia persa da un giro para centrarse en cortar las líneas de suministros griegas y su acceso a la única fuente de agua potable disponible en las proximidades, lo que consiguen con brillantez provocando la retirada de las falanges en la noche del décimo día.

El repliegue griego tendría que haber sido ordenado, pero pronto se convirtió en un caos. Dado el gran número de tropas involucradas en el movimiento y la oscuridad que lo envolvía todo, se produjo la situación de que las primeras líneas helenas habían llegado casi a Platea mientras los últimos contingentes (los espartanos y  tegeos) aún permanecían en la ladera del Citerón.
Al amanecer, Mardonio contempla la ladera del monte y piensa que los griegos han emprendido una retirada total, así que ordena a lo más granado de su infantería que parta en persecución de las falanges... pero la cosa no sale exactamente como el persa esperaba. Viendo el avance de la infantería, el campamento de Mardonio se desmanda y casi toda la hueste cruza el Asopo para cargar ladera arriba contra los griegos en retirada, quienes, sin pretenderlo, consiguen una posición ventajosa para recibir la embestida.

Desarrollo de la batalla
En este momento se produce lo que Mardonio temia desde el principio: un choque entre la infantería persa y las falanges griegas. Los asiáticos combatían con escudos de mimbre y lanzas cortas, protegiéndose como buenamente podían mientras las defensas de bronce de los griegos destrozaban las suyas y las largas lanzas de los hoplitas provocaban una auténtica carnicería entre las primeras filas.
Lo que debía haber sido una carga victoriosa degenera en una estampida con los griegos detrás tirando de xiphos (espada corta) y exterminando a la horda de Mardonio.
Debido a lo desordenado de la retirada griega, la batalla se desarrolló paralelamente en varios puntos, de modo que unos contingentes debieron soportar más presión mientras que otros ni siquiera llegaron a entrar en la refriega. Fueron estos últimos los que, henchidos de ardor por la victoria de sus camaradas, cargaron ladera abajo cruzando el Asopo hasta el campamento persa, donde pasaron por la espada a los pocos que aún resistían tras la empalizada.

Las cifras arrojadas por Heródoto, si bien deben ser tomadas con extrema cautela, hablan por si mismas. Al final de aquella jornada descansaban en la ladera del Citerón los cuerpos de 159 griegos y de 257.000 persas. Es decir, los griegos habían perdido el 0,14 % de sus fuerzas mientras que las bajas en el lado de Mardonio (él mismo incluído) ascendían a casi un 86 % del total de sus efectivos.
Con este balance no es de extrañar que los persas salieran de la Hélade con el rabo entre las piernas. Gracias a la intervención de las ciudades-estado griegas, la ambiciosa empresa expansionista de Jerjes quedó en agua de borrajas y Europa se vió libre, por el momento, del poder asiático.