jueves, 28 de marzo de 2013

La autocirugía como medida desesperada

A lo largo de la historia ha quedado demostrado que el cuerpo humano es una maquinaria casi perfecta que, llevando a los mandos el dominio de la mente, es capaz de llevar a buen puerto empresas a priori imposibles. Hoy, nuestro viaje nos lleva hasta los escenarios de varias de estas hazañas que tienen un componente común como punto de encuentro: la autocirugía.

Leonid Rogozov
Empezaremos hablando del caso más representativo de esta práctica como método de supervivencia. Leonid Rogozov era un aldeano nacido en una aldea siberiana tan remota que estaba más cerca de China que de la propia Moscú. En condiciones normales su destino habría estado en el campo, pero quiso el destino que Leonid naciera con una inteligencia extraordinaria que le llevó a graduarse con 19 años en el instituto de Minusinsk y a ingresar acto seguido en el Instituto Médico Pediátrico de Leningrado, donde obtuvo 6 años después un título en medicina general. Cuando hubo terminado la carrera de medicina decidió especializarse en cirugía pero, un año después, surgió en su vida la oportunidad de participar en una expedición al Ártico organizada por la unión soviética. Su mente inquieta (y las palmaditas en la espalda de los señores de la KGB, por qué no decirlo) le obligó a aceptar enrolarse en un viaje que le llevaría hasta fronteras casi inexploradas. Así, en el año 1.960, un joven Leonid de 26 años pone rumbo a la Antártida petate al hombro junto con otros doce investigadores tan entusiasmados como él mismo con la idea de pasar dos años de su vida en medio de la nada y pelados de frío.
Todo iba sobre ruedas hasta que, el la mañana del 29 de abril de 1.961, Leonid empezó a sentir unos fuertes dolores en el abdomen lo que, unido a otros síntomas, le llevó a autodiagnosticarse una peritonitis... nada grave de no ser porque él era el único médico de la expedición y porque, además, el punto de ayuda más cercano se encontraba a algo más de 3.000 kilómetros de distancia.
Al día siguiente, los dolores son ya tan fuertes que el médico se ve obligado a tomar una terrible decisión: dado que nadie está en condiciones de ayudarle, deberá operarse a sí mismo. Dicho y hecho: Leonid se recuesta en una silla delante de un espejo, pide ayuda al conductor de tractores y al meteorólogo de la estación para que le sirvan como un improvisado cuerpo de enfermería y se mete un chute de novocaína para anestesiar localmente la zona a tratar. Durante las siguientes dos horas, el médico se dedica a abrirse el abdomen y a hurgar dentro de su propio cuerpo, haciendo frecuentes pausas para descansar, hasta que quedó lo bastante satisfecho como para suturarse la incisión de 12 centímetros que se había practicado.
Leonid pasó un par de semanas convaleciente y, tras este periodo, retomó sus actividades normales en la estación antártica.
Cuando la historia llegó hasta la Rusia continental, caló tanto entre el pueblo llano que los gerifaltes soviéticos se vieron obligados a condecorar a Leonid con la Orden de la Bandera Roja del Trabajo... lo que no sirvió para licenciarle de sus trabajos en el frío hasta finales del año siguiente.

Al volver de la Antártida, Rogozov se doctoró en la universidad de Leningrado y empezó a trabajar en distintos hospitales hasta que, en 1.986, se estableció como cirujano jefe en el Instituto de Investigación Neumológica de Leningrado. Paradójicamente, Leonid moría en el año 2.000 víctima de un cáncer de pulmón que se lo llevó a la edad de 66 años.

Jerri Nielsen
El caso de nuestra siguiente protagonsista comparte numerosos paralelismos con el de Rogozov. Jerri Nielsen era una doctora estadounidense nacida en Ohio el 1 de marzo de 1.952. Durante años, trabajó duro hasta llegar a convertirse en una médico de prestigio que, cuando fue contratada para una expedición a la Antártida en 1.998, contaba con una dilatada experiencia en urgencias. Una vez allí, todo fue bien hasta que llegó la larga noche invernal durante la cual el equipo de investigación estaría físicamente aislado del mundo exterior durante 6 meses.
Fue en este periodo de tiempo cuando Jerri se detectó un bulto en el pecho. Temiéndose lo peor, empezó a hablar vía email y videoconferencia con varios colegas estadounidenses que, si bien trataron de animarla, le pidieron que enviara a casa el análisis de una muestra de tejido tan pronto como le fuera posible. Dicho y hecho: Jerri se practicó a si misma una biopsia y, luego, analizó el trozo de tejido que se había cortado al microscopio... pero el equipo que había en la estación antártica no era tan preciso como habría cabido esperar y los resultados no fueron concluyentes. Aún así, la historia de Jerri Nielsen llegó hasta los Estados Unidos y el gobierno se vió obligado a prestarle ayuda. No podían sacarla de allí en pleno invierno, pero sí podían arriesgar la vida de un piloto para que dejara caer sobre la estación un paracaídas con material médico. Con los nuevos instrumentos en sus manos, Jerri se practicó una segunda biopsia que, esta vez sí, arrojó resultados concluyentes: tenía cáncer.
Allí no había nadie que pudiera ayudarla y aquella no era su especialidad, pero ayudándose de médicos especialistas que la aconsejaron vía webcam, Jerri empezó a autosuministrarse un tratamiento de quimioterápia que se prolongó hasta que, en primavera, un avión pudo por fin tomar tierra para llevarla a suelo norteamericano, donde le fue extraído el tumor cancerígeno.

Desgraciadamente, el tratamiento llegó demasiado tarde y sólo pudo prolongar su vida unos  cuantos años más. Jerri murió en 2.009 víctima de una matástasis múltiple mediante la cual el cáncer que se había instalado en su pecho durante la aventura antártica se llevó su vida atacando otros órganos.

Bart Hughes
Como todas las experiencias extremas, la autocirugía también tiene sus "fans". Esta cuadrilla de imbéciles podría estar representada a la perfección por Amanda Feilding, una condesa británica metida a científica que, apoyando los postulados del "doctor" holandés Bart Hughes, pensaba que la solución para sus continuas fatigas estaba en la trepanación. Buscó durante cuatro años a un médico que se ofreciera a llevar a cabo la operación pero, como es lógico, ningún doctor medianamente respetable aceptó el trato así que, en 1.970, Amanda se plantó ante un espejo armada con un torno de dentista y se abrió un agujero en la frente que, según ella, debía permitir una mejor circulación intracraneal y llevarla a niveles de consciencia hasta entonces desconocidos. Al fin y al cabo Hughes ya lo había hecho antes... ¿por qué ella no?
Amanda no se quedó ahí. Con su flamante boquete nuevo en la frente, se presentó dos veces al parlamento británico liderando al partido "Trepanación para la Salud Nacional" que, como era de esperar, fracasó estrepitosamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario